martes, 28 de septiembre de 2010

Vivir en el escaparate


Uno de los signos más evidentes de nuestro tiempo es la sacralización de la opulencia; de nada vale ser rico si no lo puedes hacer groseramente evidente, y hoy contamos con innumerables herramientas para ello. Hace 4 siglos los pobretones de solemnidad iban por la calle hurgándose entre los dientes con un palillo para hacer ver a sus convecinos que acababan de pegarse una comilona de aúpa. Hoy el palillo es un reloj king size que deslumbra, un ipad, un descapotable o un bolso con las enormes iniciales de su diseñadora.

Hoy el hortera desea y necesita también epatar con las obras de arte, que gracias a ferias como Arco se han convertido en nuevas fomas de exaltación de la riqueza. Claro que estos mequetrefes relamidos de zapatos marrones de punta y corbatas de colores insufriblemente chillones dificilmente podrían querer presumir de tener un Delacroix o un Mantegna en su baño, lleno de jacuzzis y mármoles, griferías doradas con leds multicolores y rociadores de ducha efecto lluvia monzónica. Este ejército de soplapollas lo que quiere es exhibir en el garaje de casa, al lado de los ferraris, un enorme de tanque de formol en el que se halla suspendido un tiburón.
Sus visitas, presumiblemente, nunca hubieran podido reconocer el valor económico de un prerafaelita en su casa, pero sí el de un tiburón tigre en un enorme tanque de formol o uno de los sofisticados perritos inflables de Jeff Koons.
Los relojes ya no están bajo las mangas de la camisa, están donde sean muy visibles, en una zona donde molesta mucho a la muñeca pero donde la marca queda al alcance las miradas.
Las gafas jamás deben ser discretas y cumplir sencillamente su cometido, ni las de ver ni las de sol. Cuanto más grandes y con el logo más obscenamente llamativo, mejor.
Hasta los calzoncillos han dejado de ser parte de la ropa interior, siempre y cuando lo que asoma sea una marca carísima y así todos los demás puedan advertirlo.
Las camisas lucían hasta ahora sus logos de forma más o menos discreta, hasta que llegó La Martina en una ofensiva por ver quién se atrevía a más. Ataque al que el cocodrilo respondió creciendo hasta alcanzar el over size que lo haga bien hortera, como el jugador de polo, el arbolito, la ardillita y así hasta el fín. El citius, altius, fortius de los maestros griegos en versión Don Juán de freiduría.
Son todo signos claros de vacuidad, de banalidad, de estulticia hortera y chusca, signos todos de nuestro tiempo. Nada nuevo bajo el sol, porque toda la estupidez del mundo, toda su arrogancia, su vanidad y su memez son tan antiguos como el propio hombre.
Aunque al hortera habría que estudiarlo aparte, no creo que Arsuaga haya encontrado aún en Atapuerca a un hommo antecessor con una camisa de La Martina pegada a sus huesos.
Esos mismos horteras y otros millones de personas más han encontrado una herramienta fantástica en las redes sociales para ver y sobre todo, hacer ver lo guapos que son, lo bien que les va, los viajes que se han pegado y el coche que se han comprado. Hay quien incluso las utiliza para escribir "aterrizando en el JFK, alguna turbulencia en el vuelo pero todo bien", con la esperanza de que en ese momento alguna alma cándida y generosa lo lea y sobre la marcha le conteste... "¿Pero otra vez en NY? ¡Eres genial, qué vida tan interesante la tuya!". El otro día leí algo bastante más prosaico... "Encadenado al retrete, esta gastroenteritis va a acabar conmigo, seguiré informando". Me hizo reflexionar... Encadenado al inodoro, sí, pero por lo visto también al portatil -bueno, también puede ser al movil, el iphone, el notebook, el ipad, el ebook, el...-
Sí, el arsenal de dispotivos con que contamos para estar permanentemente online es cada día más amplio; nos ofrecen todo tipo de artilugios que nos permitan estar conectados al segundo y que todos los demás sepan qué extrañas circunstancias concurren en nuestros intestinos, a qué adversidades se enfrentan nuestros esfínteres.
Así, miles de lustros en busca de la privacidad, del anonimato deseable y de la intimidad necesaria para que ahora seamos nosotros mismos los que gustosos y hasta babeantes nos encadenemos a la camisa de fuerza de hacer pública nuestra vida hasta los detalles más nimios. ¡Qué paradoja!
La vida de un conocido mío es el verdadero paradigma de la paradoja a la que me refiero; Su vida era extremadamente transparente, toda expuesta en su escaparate de facebook. Tan transparente como el tanque de formol del avispado Damien Hirst. Transparente para todos excepto para su propia mujer a la que resultó ser infiel con una antigua compañera de la facultad cuyo contacto había recuperado gracias a Facebook.
Para su mujer tal opacidad resultó del todo intolerable, tanto que a día de hoy este conocido mío tiene noticias de su hijo a través de esa misma red social.
¡Tan cerca y tan lejos, diablos!

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