jueves, 19 de febrero de 2015

SIN NOTICIAS DE DIOS

 
 
Claudio Ptolomeo, uno de los más conspicuos sabios del mundo clásico, llegó a la misma conclusión que Aristóteles y Platón acerca de la posición del hombre en el universo. La mera observación del movimiento del sol, la luna y los planetas -del griego "planete", errante- creaba la ilusión de geocentrismo, es decir, la tierra es el centro del universo y todos los demás cuerpos conocidos, incluyendo a las estrellas, giraban en derredor nuestro en una suerte de pleitesía cósmica y eterna. El hombre era el centro y la medida de todas las cosas, y el resto de cuerpos en el firmamento así nos lo reconocían describiendo perfectas órbitas circulares a nuestro alrededor.
Ptolomeo mantuvo el geocentrismo afirmado por Aristóteles y Platón como base fundamental de la visión del  cosmos y de la mecánica celeste, pero hubo de introducir un cambio sustancial para dar explicación a los eventuales movimientos retrógrados de los planetas, en especial Venus y Marte; las órbitas que éstos describían alrededor de la tierra debían ser excéntricas y no perfectamente circulares, como afirmaron  tajantes Platón y Aristóteles. Ahora ya la cuestión sí podía quedar zanjada sin que ningún molesto detalle pudiera poner en entredicho la teoría geocéntrica.

Cierto es que de vez en cuando extraños fenómenos se producían en el cielo poniendo el solfa la imperturbabilidad y la perfección del cosmos; estos molestos acontecimientos que rompían inoportunamente la perfecta teoría de esferas celestes todas girando alrededor de la tierra, eran básicamente las estrellas fugaces, los cometas y las supernovas, tratándose éstas últimas de estrellas que aparecían súbitamente en el cielo para más delante declinar su brillo hasta desparecer finalmente, rompiendo temporalmente la perfecta armonía de los cielos. De una forma encantadoramente naïf los astrónomos chinos denominaban a estas supernovas como "estrellas huésped", ya que aparecían sin previo aviso en la casa -constelación- de estrellas que no le correspondía para finalmente marcharse. Pero hasta para tales fenómenos los geocentristas encontraban explicación atribuyéndoles a exhalaciones de gas que se producían en la atmósfera, no pertenecían por tanto al firmamento y así no tenían porqué cuestionar el planteamiento general.

Y así habrían de pasar 14 siglos hasta que otro hombre sabio, Nicolás Copérnico, acabara para siempre con esta visión antropocéntrica del universo. Es verdad que mucho antes, un contemporáneo de Aristóteles se atrevió a plantear la entonces revolucionaria teoría heliocéntrica, el sol como centro del universo, basándose en unos cálculos que, aunque erróneos, daban una idéa de las enormes distancias y tamaños con los que habría de lidiar el hombre si quería llegar a comprender la verdadera dimensión del universo -conocido-. Se llamaba Aristarco de Samos, y una vez que hubo calculado que el sol era 20 veces más grande que la luna y que estaba por tanto -al coincidir sus tamaños aparentes en el cielo- 20 veces más lejos que ésta.
En realidad, como dije, los cálculos estaban errados, ya que el sol es unas 400 veces más grandes que la luna y se encuentra 400 veces más lejos de la tierra que ésta -esta increíble "casualidad" propicia la superposición perfecta de ambos cuerpos durante los eclipses- pero daban una idea de las distancias a la que nos enfrentábamos.
Y siendo el sol tan apabullantemente grande, era lógico suponer que fueran los demás cuerpos celestes, entre ellos la tierra, los que giraran a su alrededor y no al revés. Pero Aristarco de Samos, como otras tantas veces ha ocurrido a lo largo de la historia, fue ninguneado por sus colegas, cuando no directamente atacado, por contravenir el orden conocido.

Llegamos por tanto al siglo XV dando por buena la teoría aristotélica cuando, como decía, el gran astrónomo renacentista Nicolás Copérnico presenta un cosmos en el que el sol es el centro y los demás cuerpos giramos a su alrededor en órbitas excéntricas más o menos complejas. Y este es el primer -de unos cuantos- jarro de agua fría en la vanidad del ser humano.
El siguiente gran varapalo llegaría ya en la incipiente época telescópica, cuando, en 1610, el gran Galileo Galilei apunta su primitivo refractor de apenas 4,5 c.m de lente principal y modestísimos 33 aumentos, hacia la luna, los planetas y el sol...  Para escándalo de la nobleza veneciana que se niega a admitir tales hechos por mucho que los estuvieran viendo directamente a través del ocular, el telescopio de Galileo muestra una luna definitivamente imperfecta, con multitud de "accidentes" geográficos, cráteres, montañas, picos, valles, mesetas, hondonadas etc. El universo aristotélico parecía no ser, en verdad, inmaculado.

Pero lo más esclarecedor llegaría de la observación de Júpiter. La noche de Reyes de 1610 Galilei apunta su refractor al planeta aprovechando una tregua meteorológica y lo que ve le llena de estupor... Júpiter se encuentra, aparentemente, rodeado por una corte de satélites -término del latín que viene a designar a los cortesanos que merodean en rededor de los poderosos con la esperanza de obtener su favor-, que a partir de entonces habrían de llamarse Satélites Medíceos, en honor a los Médici, familia aristocrática que financiaba las actividades de Leonardo y Galileo -entre otros-. No obstante, pocos años después, estos satélites pasaron a llamarse "Satélites Galileanos" y se les llamó, siguiendo la costumbre de utilizar la mitología clásica, Io, Europa, Ganimedes y Calixto. Y aquí llegaría la primera comprobación empírica de que no todos los cuerpos giran alrededor de la tierra, porque lo que Galileo observó a lo largo de las siguientes noches ya no dejaba lugar a la duda; esos  satélites orbitaban alrededor de Júpiter. También observaría manchas en la superficie del sol; el astro rey no era ese orbe inmaculado y perfecto que defendían los clásicos...

Con las imparables avances en el diseño y construcción de nuevos telescopios y la aplicación de nuevas tecnologías al servicio de la astronomía y cosmología no hemos ido sino ahondando en la percepción de lo que realmente es el hombre y el mundo en el que vive; No somos más que un mundo de tamaño más bien humilde -en comparación con el resto de planetas que conocemos- orbitando al rededor de una estrella de lo más normalita. Esa estrella, que es nuestro sol, es una más de las entre 200.000 y 400.000 millones de estrellas que componen nuestro "universo isla", nuestra galaxia, la vía láctea. Y por supuesto nuestro sistema solar no se encuentra ni mucho menos en el centro de la vía láctea, antes al contrario... nos situamos en la periferia de unos de los brazos de esta galaxia nuestra, bastante normalita también. A su vez, nuestra galaxia forma parte de lo que se denomina "grupo local de galaxias", compuesto por unas 40 galaxias, que a su vez forma parte del llamado super cúmulo de Virgo. Y así aeternum... hasta completar los 100.000 millones de galaxias que se supone contiene el universo observable. No es difícil llegar a la conclusión de que el hombre y el mundo en el que vive apenas es nada...

Y sin embargo lo es todo.

Porque tal como nos recordaba Carl Sagan en su memorable "ese punto azul pálido", este minúsculo punto azul en el que vivimos lo es absolutamente todo para nosotros. Porque, que por ahora sepamos, no hay más vida ni más inteligencia, ni más civilizaciones más allá de nosotros.
Y no estoy afirmando, ni mucho menos, que no las haya. Digo, que si las hay, nosotros aún no tenemos constancia de ello De hecho hay fórmulas teóricas como la de Drake que determinan la probabilidad estadística de la existencia de al menos 5000 civilizaciones emitiendo señales con la intención de contactar con otras civilizaciones dentro del universo observable.
Claro que todos estos cálculos no son más que meros planteamientos teóricos basados en ecuaciones muy probablemente incompletas. Y es más; podríamos llegar a cualquier tipo de conclusión,  pero no dejaría de ser una teoría más.

Porque insisto, a día de hoy lo único que podemos afirmar es que no se conoce más vida que la que alberga nuestro mundo, y por muy probable que resulte, estadísticamente hablando la vida en cualquier otro rincón del universo, si existe, nosotros aún no tenemos constancia de ello.
¿Estamos por tanto solos en el universo?
Pues no lo sabemos, y lo único que es cierto y verdad es que, si tenemos vecinos, aún no les conocemos.   

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